GRUPO ELRON
 
   DE ORIENTACIÓN Y SERVICIO

 

un grupo del cuarto milenio
para el tercer milenio

La Iglesia

2ª parte


 

No es casual que, en el siglo IV d.C., Prisciliano hubiera encomendado a su discípula Egeia viajar a Egipto en busca de «las fuentes originales» contra las cuales Roma ya había lanzado una operación de destrucción sistemática, amparada en los edictos imperiales de Constantino y Teodosio. La voluntad de normalizar el culto bajo una única autoridad se expresó en un celo totalitario represivo y muy poco evangélico. Existen documentos que muestran cómo el obispo de una sola diócesis se jactó de haber quemado hasta 200 Evangelios no canónicos sólo en su demarcación administrativa.

Sin embargo, la resistencia a la pretensión de Roma persistió a lo largo del tiempo. No sólo por el cisma que separó a la Iglesia de Occidente de la de Oriente (Ortodoxa), o por la consolidación de la tradición copta en Egipto como una comunidad cristiana independiente, sino también en los territorios controlados por Roma. Entre el siglo IV d.C. y el gran cisma que supuso la Reforma de Lutero en el alba de la Edad Moderna, el rechazo a la autoridad de la Iglesia Católica se expresó en la emergencia de varios movimientos heréticos –cátaros, etc.–, así como en brotes contestatarios internos en el seno de la propia Iglesia (como los Fraticelli italianos) o, en los siglos XIV y XV, con la aparición en Europa de líderes iluminados y carismáticos que se rebelaron contra el Papa y llegaron a identificarlo con el Anticristo.

A partir de la Reforma, no se cuestionó que los Evangelios canónicos hubieran sido inspirados por Dios, pero se reivindicaba el derecho a la libre interpretación del texto sagrado y, sobre esta base, se negaba la afirmación de que Jesús hubiese fundado su Iglesia sobre el principio dinástico de «la sucesión en el trono de Pedro», que convertía a la de Roma en la única «verdadera» a través del papado. Uno de los principales argumentos contra dicha pretensión fue el de la apostasía: el catolicismo no podía pretender ser «la iglesia verdadera», por haberse apartado del espíritu cristiano original para defender privilegios incompatibles con el magisterio de Jesús. La difusión del principio de «libre interpretación de la Biblia» abrió un debate sobre el pasaje evangélico que servía de base teológica a la doctrina de Roma. Se cuestionó que, en este episodio, Jesús hubiese confiado a Pedro la fundación de su Iglesia. Sobre todo porque, pocos versículos más adelante, descalificaba a dicho discípulo con una expresión muy dura: «Apártate de mí, Satanás, porque tus pensamientos son los pensamientos del mundo» (Mt., 16; 23). Además, la presunta «primacía de Pedro» aparecía sólo en Mateo, pero no en los Evangelios de Marcos y Lucas, que sin embargo narraban el mismo episodio y también recogían el duro rechazo de este apóstol por parte de Jesús (Mc., 8, 27-31; Lc., 8, 18).

Dado que, en el controvertido pasaje de Mateo, Jesús bendecía a Pedro porque, según dijo, «no te lo ha revelado ni carne ni sangre, sino mi Padre que está en los Cielos», podía entenderse que éste sólo había sido distinguido en calidad de receptor de esa revelación concreta que identificaba a Jesús con el «Hijo de Dios», pero no se extendía a su persona consagrando su primacía, como finalmente quedaba en evidencia cuando, poco después, Jesús le rechazaba identificándolo con «el mundo». Esta lectura venía a afirmar que «la iglesia verdadera» se fundaba sobre «la piedra» de la revelación y no en la persona del apóstol, interpretación coherente con otras manifestaciones de Jesús, que nunca había atribuido la facultad de revelar la verdad de Dios a ninguna autoridad oficial, sino a la Iluminación del hombre por su Gracia, como se ve en varios pasajes.

 

En idéntica línea de pensamiento se sitúa su afirmación de que, en su ausencia, sería «el Espíritu Santo» o «el Espíritu de la Verdad» (y no Pedro) quien iluminara a sus discípulos, así como el hecho decisivo de que fuera precisamente el advenimiento del Espíritu Santo en el día de Pentecostés el milagro que había dado origen a la primera iglesia apostólica. También había sido "muy oportuno" lo decisivo en la conversión de Pablo, así como la fuente de su doctrina sobre Jesús, adoptada más tarde por el Concilio de Nicea.