un
grupo del cuarto milenio
para el tercer milenio
La Iglesia
1ª parte
¿Existe alguna institución que posea en exclusiva la representación legítima del «legado de Jesús»? El debate entre los creyentes sobre este punto sigue abierto. Numerosos cultos reclaman una línea de autoridad que los distinguiría como depositarios de «la verdad» revelada por el Maestro y como misioneros de su «buena nueva». ¿Cuál es el fundamento real de esta pretensión?
Entre
los primeros cristianos nadie puso en duda que la Iglesia primitiva había
sido fundada por Jesús. En los años inmediatamente posteriores a su
muerte, la comunidad de sus seguidores actuó como tal en Jerusalén, padeció
duras persecuciones y participó en debates públicos con saduceos y fariseos
ante el Templo. Esto sugiere que, mientras vivió Jesús, debía de existir ya
un colectivo organizado, que constituyó el núcleo estable del movimiento de
masas forjado en torno a su carismática figura. Dado el carácter itinerante de
este magisterio, se produjo de forma natural una diferenciación entre las
multitudes que lo rodeaban en ocasión de su paso por una región y dicho
grupo permanente, que la tradición identifica con sus doce apóstoles y
los 72 discípulos. Este era el auditorio de sus enseñanzas reservadas.
Según los Evangelios canónicos, Jesús lo habría dotado de una regla
de convivencia interna. Entre ellos nombró a responsables de ciertas tareas,
como la tesorería, y estipuló cómo administrar sus fondos. Más tarde les
comunicó las directrices básicas que debían guiar su actividad misionera para
difundir «la buena nueva» en su ausencia (Mt., 10).
De
hecho, al menos hasta el siglo IV d.C. no se cuestionó la autoridad de
los apóstoles para fundar «iglesias cristianas» ni se puso en duda que, al
hacerlo, cumplieran con la voluntad del Maestro. Es sólo después del año
325 d.C., cuando el Concilio de Nicea puso las bases del
catolicismo, que se planteará la cuestión de la legitimidad de la Iglesia
de Roma como la única autorizada por Jesús para interpretar su magisterio y
actuar en su nombre.
El
debate fue duro y cruento. En Nicea se enterró el pluralismo y se reformuló
la tradición cristiana para convertir a la Iglesia en la religión oficial
del Imperio romano. El Cristianismo original empezó a desdibujarse y,
progresivamente, la Cristiandad ocupó su lugar. Antes de que acabara el siglo
IV d.C., Prisciliano de Ávila y otros líderes gnósticos fueron ejecutados. La
nueva Iglesia era un aparato de poder estatal y, como tal, impuso una
ortodoxia y montó una jerarquía fuertemente centralizada que decidía en qué
debía creerse y cómo celebrar el culto. Para ser un poder efectivo le
resultaba imprescindible la unidad en la acción y ésta requería una
disciplina férrea, tanto en lo ideológico como en lo político. En función de
este objetivo, la Iglesia emergente se apoyó en los cuatro Evangelios
seleccionados en Nicea para integrar «el canon» –hasta entonces
inexistente– y, sobre todo, en el pasaje en el cual presuntamente Jesús
había conferido a Pedro la primacía, identificándolo proféticamente
con la «piedra» angular sobre la cual edificaría «su Iglesia» (Mt., 16).
Esta argumentación teológica produjo una fuerte oposición en muchas
comunidades cristianas. La exégesis en que se basaba atribuía a Jesús la
fundación de un orden monárquico sobre el principio mundano de legitimidad dinástica,
puesto que sería en calidad de «sucesores en el trono de Pedro» que los máximos
líderes de la Iglesia nacida en Nicea reivindicarían su condición de
reyes–sacerdotes. Se ponía así en marcha un largo proceso histórico de
creciente fortalecimiento del poder central, que culminaría atribuyendo al Papa
–que inicialmente sólo era el Obispo de Roma– la infalibilidad, en calidad
de «vicario de Cristo» y titular del trono de Pedro: cuando éste se
pronunciaba «ex-catedra» sobre un tema, sus afirmaciones se convertían automáticamente
en dogma y debían aceptarse como «verdad revelada» y objeto de fe.
Esto representaba una ruptura radical con el concepto original de «iglesia», entendida como «asamblea de fieles», descalificaba a docenas de Evangelios que habían sido adoptados por las distintas comunidades cristianas durante los primeros siglos y, sobre todo, les arrebataba su derecho a decidir por sí mismas cómo entender la tradición y qué textos sagrados venerar.
Lo más grave es que sacaron literalmente las palabras donde Jesús hablaba de la reencarnación, reemplazándola por la teoría de la resurrección de la carne, dejando de lado los conocimientos del karma y de cómo elevarse espiritualmente, para someter a los feligreses a un supuesto castigo Divino.