Segunda parte

 

En el orden somático, morfológico, del animal al hombre hay una estricta evolución. Sus mecanismos, alcance y caracteres podrán ser discutibles y son discutidos. Pero innegablemente existe una evolución morfológica que coloca al hombre en la línea de los primates antropomorfos, concretamente en la bifurcación entre póngidos y homínidos. Los antropomorfos póngidos conducen a los grandes simios: chimpancé, gorila, orangután; gibbon. Los antropomorfos homínidos, partiendo del mismo punto de origen que los póngidos, siguen una línea evolutiva distinta. Los paleontólogos llaman homínidos a todos los antropomorfos que forman parte del phylum al que pertenece el hombre. Los llaman así porque ha habido en este phylum antropomorfos que aún no son humanos, sino infrahumanos (aunque no simios, como lo son los póngidos); estos homínidos no hominizados son los ascendientes somáticos directos del hombre. Como la paleontología no dispone aún de suficiente número de restos fósiles, no puede describir con satisfactoria precisión, ni las formas de proliferación de los homínidos, ni el punto preciso de su hominizacíon.

Pero esta evolución somática innegable deja en pie otro hecho que necesita ser tenido en cuenta e integrarse en la evolución, si hemos de dar razón completa del fenómeno humano: la esencial irreductibilidad de la dimensión intelectiva del hombre a todas sus dimensiones sensitivas animales. El animal, con su mera sensibilidad, reacciona siempre y sólo ante estímulos. Podrán ser y son complejos de estímulos unitariamente configurados, dotados muchas veces de carácter signitivo, entre los cuales el animal lleva a cabo una selección respecto de su sintonía con los estados tónicos que siente. Pero siempre se trata de meros estímulos. A diferencia de esto, el hombre, con su inteligencia, responde a realidades. He propugnado siempre que la inteligencia no es la capacidad del pensamiento abstracto, sino la capacidad que el hombre tiene de aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas como realidades. Y entre mero estímulo y realidad hay una diferencia no gradual sino esencial. Lo que impropiamente solemos llamar inteligencia animal es la finura de su capacidad para moverse entre estímulos, de un modo muy vario y rico; pero es siempre en orden a dar una respuesta adecuada a la situación que sus estímulos le plantean; por esto es por lo que no es propiamente inteligencia. El hombre, en cambio, no responde siempre a las cosas como estímulos, sino como realidades. Su riqueza es de un orden esencialmente distinto al de la riqueza del animal. Por esto, su vida transciende de la vida animal, y las líneas evolutivas del animal y del hombre son radicalmente distintas y siguen direcciones divergentes. El animal, por ejemplo, es un ser enclasado, el hombre no lo es. Por razones psico-biológicas, el hombre es el único animal que está abierto a todos los climas del universo, que tolera las dietas más diversas, etc. Pero no es sólo esto. El hombre es el único animal que no está encerrado en un medio específicamente determinado, sino que está constitutivamente abierto al horizonte indefinido del mundo real. Mientras el animal no hace sino resolver situaciones, incluso construyendo pequeños dispositivos, el hombre transciende de su situación actual, y produce artefactos no sólo hechos ad hoc para una situación determinada, sino que, situado en la realidad de las cosas, en lo que éstas son «de suyo», construye artefactos aunque no tenga necesidad de ellos en la situación presente, sino para cuando llegue a tenerla; es que maneja las cosas como realidades. En una palabra, mientras el animal no hace sino «resolver» su vida, el hombre «proyecta» su vida. Por esto su industria no se halla fijada, no es mera repetición, sino que denota una innovación, producto de una invención, de una creación progrediente y progresiva. Precisamente donde los vestigios de utillaje dejan descubrir vestigios de innovación y de creación, la prehistoria los interpreta como características humanas rudimentarias. Seria el caso de la Pebble-culture (cultura de guijarros) de los australopitecos, de los que hablaremos después.

Pero esta irreductibilidad no implica una cesura, una discontinuidad, entre la vida animal y la humana. Todo lo contrario. Si se acepta la distinción entre mera sensibilidad e inteligencia que acabo de proponer, es verdad que el animal reacciona ante meros estímulos, y que el hombre responde a realidades. Pero tanto en su vida individual, como en su desarrollo específico, la primera forma de realidad que el hombre aprehende es la de sus propios estímulos: los aprehende no como meros estímulos, sino como estímulos reales, como realidades estimulantes; tanto, que la primera función de la inteligencia es puramente biológica, consiste en hallar una respuesta adecuada a estímulos reales. El mero hecho de decirlo, nos muestra que, cuanto más descendemos a los comienzos de la vida individual y específica, la distinción entre mero estímulo y estímulo real se va haciendo cada vez más sutil, hasta parecer evanescente. Justamente esto es lo que expresa que no hay cesura entre la vida animal y la propiamente humana. No la hay en la vida individual, es sobradamente claro. Pero tampoco la hay en la escala zoológica. La vida de los primeros seres con vestigios somáticos, y tal vez psíquicos, de humanidad, los australopitecos, se aproxima enormemente a la vida de los demás antropomorfos. Por esto es tan difícil, y a veces imposible, saber si un fósil homínido representa o no un homínido hominizado.

 

II

Constituido el phylum humano por una inteligencia, hay en él una verdadera y estricta evolución genética, debida sobre todo a la evolución de las estructuras somáticas, pero también a la evolución del tipo de inteligencia, expresada en industrias caracterizadas por una unidad evolutiva casi perfecta. Es decir, que lo que hasta ahora hemos solido llamar «hombre», así en singular, en realidad aloja dentro de sí tipos de humanidad somática e industrialmente —es decir, somática e intelectivamente— distintos, producidos por verdadera evolución genética intrahumana. No se trata de hombres distintos tan sólo por su tipo de vida, sino de tipos estructuralmente distintos, tanto por lo que concierne a su morfología como por lo referente a sus estructuras mentales. De entre los puntos más salientes, bien conocidos, recordemos tan sólo algunos para dar mayor concreción a nuestras consideraciones.

1) Desde comienzos del cuaternario antiguo (villafranquiense), hace casi dos millones de años, aparecen los homínidos australopitécidos que parecen ser los primeros seres que poseen ya vestigios de caracteres humanos rudimentarios. El más antiguo conocido es el cráneo de Tchad. Posteriormente hay, por un lado, el grupo de los australopitecos africanos con sus diversas variedades; por otro, los australopitecos de Java. Se extienden hasta bien entrado el cuaternario medio (el australopiteco telantropo y los de Palestina); son, junto con los de Java, la transición más próxima al tipo subsiguiente. En conjunto, constituyen un grupo bastante homogéneo. Tienen, salvo tardías excepciones, talla pequeña y un aspecto similar al de los póngidos: frente huida y faz ahocicada. Pero sus premolares son de tipo netamente humano y completamente distinto del de los póngidos. Han logrado la bipedestación y la posición erecta casi perfectas; su pelvis es ya de tipo humano. Con ello han quedado los brazos y las manos libres para la prehensión y la elaboración de útiles. Tienen, en cambio un cerebro alargado y bajo; un volumen craneal de 500-700 cc, notoriamente inferior al de los hombres posteriores, pero alto respecto de los póngidos en relación con su talla. Algunos, como el cráneo de Tchad, presentan sensibles diferencias con los demás. Recojamos, a título de «información», el recientísimo descubrimiento, por Leakey (1963-64), de un fósil del comienzo del cuaternario en Africa oriental, que ha denominado homo habilis. Algunas de sus/estructuras son intermedias entre las del australopiteco y las del hombre subsiguiente; otras se emparentan más con las del homo sapiens. Sería, según esta idea, el antepasado directo del hombre posterior, mientras que los australopitecos constituirían una rama colateral de homínidos sin hominizar. Al homo habilis pertenecerían el cráneo de Tchad, los australopitecos de Palestina, así como el telantropo (que entonces ya no deberían llamarse australopitecos), y tal vez la «enigmática» mandíbula de Kanam. Todo ello está necesitado de más atento y minucioso estudio), antes de ser admitido. Los australopitecos fabrican hachas rudimentarias, si así pueden llamarse a los guijarros afilados Pebble-culture. Tomadas en larga perspectiva temporal, parecen presentar, según algunos (y a ello se inclina hoy la mayoría. de los investigadores), vestigios de innovación creadora, a diferencia de la fijeza y repetición características del instinto y de la imitación animales; denotarían, por tanto, una cierta inteligencia. De ser así, su transmisión de unos seres a otros del mismo grupo, sería un primer esbozo de auténtica sociedad y tradición, esto es, un primer esbozo de cultura rudimentaria. Estarían, pues, rudimentariamente hominizados, porque habrían comenzado a aprehender las cosas como realidades, cómo cosas que son «de suyo». Por el contrario, si no se admite que en su industria haya innovación creadora, entonces se trataría de homínidos no hominizados, que serían o bien los antepasados tal vez inmediatos del hombre, o bien una rama colateral de hominidos que ha ido extinguiéndose. Para Leakey hay una cultura de guijarros que es creadora, pero su artífice no es el australopiteco (que también fabricó útiles de guijarros sin creación), sino el homo habilis.

2) Al comienzo del cuaternario medio, hace medio millón de años, los homínidos hominizados (sean australopitecos, sean homo habilis) han producido por evolución un tipo ya claramente humano: son los arcantropos como los llama Weidenreich. El tipo más antiguo es el cráneo de Modjokerto. Le siguen en orden de antigüedad, el pitecantropo y el sinantropo. Muy próximo a éste, si no anterior, tenemos la mandíbula de Mauer, y otra, la de Montmaurin, intermedia entre aquélla y la del hombre posterior. Algo más recientes son algunos restos de Africa oriental, afines a ciertas variedades de australopitecos. Aparece después el atlantropo de Ternifine (Argel). Finalmente, los hombres de Casablanca, Rabat, Témara y Saldanha. La raíz de estos arcantropos se halla, pues, en los australopitecos o en formas próximas (¿homo habilis?); y a su vez, los hombres de Mauer, Montmaurin y los de Marruecos y Saldanha, representan la transición a los hombres de tipo posterior. Los arcantropos tienen una dentición del mismo tipo que el de los australopitecos. Poseen un esbozo rudimentarísimo de mentón; maxilares sumamente fuertes; arcos superciliares enormes; un cráneo muy espeso con fuerte borde en el agujero occipital; su curvatura occipital es menor que en los tipos anteriores. Su cerebro tiende de la forma aplanada a la globular, desarrollándose hacia lo alto; sus circunvoluciones son aún muy pobres, pero superiores a las de los australopitecos; posee lóbulos frontales mayores, pero aún muy deficientes; hay probablemente predominio del hemisferio izquierdo; su volumen medio es 1.000 c. c. Tenían ya una industria lítica bifaz muy característica. No sabían encender el fuego, pero sí parece que sabían utilizarlo o conservarlo. No entierran a sus muertos. Pero el agujero occipital de sus cráneos está artificialmente agrandado, lo que parece indicar que vaciaban el cráneo, extrayendo el cerebro. ¿Se trata de un ritual antropofágico o simplemente de la conservación del cráneo como reliquia, tal vez, del difunto? Difícil decidirlo.

3) En el resto del cuaternario medio, hace unos doscientos mil años, aparece otro tipo humano somática y mentalmente distinto: el paleantropo (Keith). Este tipo humano evoluciona en diversas fases. El tipo más arcaico es el representado por los pre-neandertales (Steinheim, Ehringsdorf, Saccopastore) y los pre-sapiens (Swanscombe, y mucho más tarde, el hombre de {152} Fontchévade). Vienen después los neandertales clásicos extendidos por toda Europa, Asia y Africa. Los de Palestina quizá sean pre-sapiens. Finalmente, los que señalan la transición al tipo posterior: los hombres de Rhodesia, y el de Solo (descendiente del pitecántropo). En rasgos generales, su dentición es intermedia entre la del arcantropo y la del hombre posterior. Poseen un mentón menos acusado (y a veces hasta casi inexistente) en los más antiguos que en los más recientes; mandíbulas menos fuertes que las del arcantropo; cara más reducida, pero con maxilares ahocicados. El cráneo adquiere nueva orientación; pero, por regresión, posee menor flexión; frente huida y aplanada; arcos superciliares muy grandes; una curvatura mayor, que a veces le aproxima al hombre posterior. Los pre-sapiens poseen ya frente recta, casi sin arcos superciliares. Huesos mucho menos espesos. Su cerebro tiene un volumen de unos 1.425-1.700 c. c. que queda ya fijado; circunvoluciones más acentuadas; mayor desarrollo hacia lo alto; lóbulos frontales más acentuados, pero en general más pobremente desarrollados, muy por bajo del hombre posterior. Su cultura (cultura del paleolítico inferior) es típica. Estos hombres comienzan, unos, a tallar hachas mucho más perfectas que las bifaces anteriores, las típicas hachas de mano; poseen, otros, industria de lascas. Habitan al aire libre y en cavernas. Son nómadas, recolectores y cazadores. Utilizan el fuego. Probablemente se pintaban algo el cuerpo; y algunos objetos podrían interpretarse como amuletos. Parece que la caza iba acompañada de la demostración de trofeos, una demostración que tal vez tuviera carácter de rito de caza, indicador, por tanto, de cierta idea de poderes superiores. Entierran a sus muertos rodeándolos a veces de ofrendas, lo que denuncia una cierta idea de la supervivencia.

4) Sólo después, en el cuaternario reciente, hace unos cincuenta mil años, aparece un tipo somática y mentalmente distinto: el neantropo, llamado muchas veces, por abreviación, hombre de Cromagnon. Es el homo sapiens por antonomasia. Los ejemplares más antiguos que se conocen hasta la fecha son el hombre de Kanjera, y algo posterior, el de Florisbad, ambos del Africa oriental. Es el tipo humano al que pertenecemos nosotros. Tiene una dentición típicamente moderna. Mentón acabado; cara corta y ancha; frente alta; nariz estirada; carece casi de arcos superciliares; los huesos del cráneo se van haciendo cada vez menos espesos desde el paleolítico superior al neolítico. El cerebro adquiere definitivamente su forma globulada; es muy rico en circunvoluciones ya perennes, con pleno desarrollo de los lóbulos frontales. En su primera fase cultural (paleolítico superior), este hombre ya no talla hachas; pulimenta la piedra (industria lítica de hojas); fabrica también punzones y agujas de coser óseas. Comienza a ser agricultor y a domestica animales. Produce pintoras rupestres admirables, a pequeños alto y bajo relieves; estatuillas que pueden ser ídolos de fecundidad (la tierra madre) e ídolos protectores; es decir, posee prácticas claramente mágico-religiosas lo cual denota una creencia en espíritus a los que hacen ofrendas. Entierra a sus muertos construyendo a veces pequeños monumentos funerarios. Después de la última glaciación, este hombre entra en la fase cultural del neolítico. Pulimenta más la piedra; posee una cerámica y desarrolla artes textiles. Construye chozas y palafitos. Inicia la vida pastoril. Posee un claro culto a los muertos, construyendo monumentos megalíticos (dólmenes, menhires, etc.). Tiene divinidades domésticas (lares, etc.) un divinidad de la fecundidad, u culto del toro y culto solar. Comienza a tener signos ideográficos. Desarrolla ya un arte riquísimo en todos los ordenes a veces de carácter muy estilizado. Finalmente entra en una nueva fase, la edad de los metales, salvo tal vez por lo que se refiere al cobre que pudo pertenecer al neolítico.

Estos cuatro tipos de hombres(los primeros hominizados, sean australopitecos u homo habilis, los arcantropos, los paleantropos, los neantropos) no se hallan estratificados, sino que se superponen a veces por largo tiempo; hemos dicho ya, por ejemplo, que determinados tipos de australopitecos son tan próximos al arcantropo por su fecha, que es difícil clasificarlos en uno u otro grupo, pues los primeros alcanzan al cuaternario medio cuando y están en pleno desarrollo los arcantropos; lo mismo sucede con los arcantropos y los paleantropos; finalmente estos últimos conviven con los neantropos. Cuando cada tipo comienza, convive, pues, con los del tipo anterior. No conocemos, naturalmente, el carácter social de estos diversos tipos humanos, sobre todo de los más arcaicos; menos aún la convivencia social entre los hombres de un tipo anterior y los del posterior. La etnología de ciertos pueblos «primitivos» actuales, utilizada con suma prudencia, puede arrojar alguna luz sobre determinados aspectos del problema.

Esta sucesión de tipos humanos no es sólo sucesión sino verdadera evolución genética. La morfología comparada de sus restos fósiles y el carácter de la fauna de que están rodeadas en los yacimientos, lo sugiere claramente; lo confirma la continuidad evolutiva de sus industrias. No se trata, naturalmente, de una certeza absoluta, la ciencia nunca la posee; pero si de una suficiente fuerza de convicción razonable. Las opiniones podrán diferir y difieren en detalles a veces muy importantes. Porque no se trata de que la totalidad de un tipo sea el origen genético de la totalidad de otro. Dentro de cada tipo hay formas que en la mayoría de sus representantes son seguramente ramas colaterales en la evolución de la humanidad; tal sucede en general con los pitecantropos; pero aún en este caso, no olvidemos que el hombre de Solo es probablemente descendiente directo de los pitecantropos de Java. La cosa es más clara aún, en el paleantropo; los neandertales clásicos, no son, en general, sino ramas colaterales; pero los pre-neandertales y pre-sapiens están en la línea genética directa del neantropo. Los ejemplos podrían multiplicarse. Constantemente surgen nuevos hechos que imponen una revisión en la descripción de los tipos humanos y en la precisa articulación genética de su evolución. Ya hemos indicado, en efecto que la paleontología no conoce aún con precisión el modo de proliferación de los homínidos ni, por tanto, el punto exacto de su hominización. Por un momento se pensó que alguna forma como el Oreopiteco era un ejemplar de lo que hubieran sido los homínidos antes de su hominización; hoy parece que los investigadores ya no lo creen tan firmemente. Hemos señalado también las recientes ideas en torno al homo habilis. Además, la interpretación de la cultura de guijarros está necesitada de mayor documentación no sólo paleontológica, sino también arqueológica, concerniente al carácter de su cultura, y, consiguientemente, a la. posible hominización de sus artífices. Finalmente, el descubrimiento constante de nuevos fósiles claramente humanos irá modificando el cuadro morfológico, geográfico e histórico del hombre fósil y de su evolución. Todo ello es de incumbencia de la ciencia. Pero lo que sí queda establecido es el gran hecho de la existencia de muy distintos tipos humanos, encadenados por una verdadera evolución genética. Y esto es lo único decisivo para nuestro problema: el hombre sin más no es una realidad, lo son tan sólo sus distintos tipos evolutivos.

 

III

Esto supuesto, ¿qué significa esta evolución, qué son todos estos distintos tipos de humanidad? Digamos ante todo que, científica y filosóficamente, estos tipos son todos rigurosamente humanos, son verdaderos hombres. Filosóficamente pienso que el hombre es el animal inteligente, el animal de realidades; algo esencialmente distinto del animal no-humano, que no está dotado sino de mera sensibilidad, es decir, de un modo de aprehender las cosas y de enfrentarse con ellas, como meros estímulos. Esta dimensión intelectiva se halla en unidad esencial, en unidad coherencial primaria, con determinados momentos estructurales somáticos: cierto tipo de dentición, de aparato locomotor, de manos libres para la prehensión y la fabricación de utillaje; cierto tipo de configuración y volumen craneal; cierto tipo de configuración y de organización funcional del cerebro ; un aparato de fonación articulado, capaz de ser utilizado, en ciertos estadios, en forma de lenguaje. El lenguaje, en efecto, no es sólo cuestión de estructuras anatómicas macroscópicas de fonación, sino de organización funcional, la cual tal vez no se logre sino en estadios más avanzados de hominización. La unidad específica del hombre está, pues, asegurada: es la unidad esencial de inteligencia y de un tipo determinado de estructuras somáticas básicas. Hay, por tanto, en todos los hombres de que venimos hablando, lo que he llamado un esquema constitutivo transmitido por generación, es decir, hay un verdadero phylum genético. En su virtud, este esquema es, científica y filosóficamente, un esquema rigurosamente especifico. Recíprocamente, la inclusión de un antropomorfo en el phylum humano, constituye su rigurosa unidad específica con el hombre. Los representantes de todos estos tipos humanos son, pues, verdaderos hombres. De confirmarse el carácter innovador, creador, de la industria de los australopitecos, éstos poseerían una inteligencia, todo lo rudimentaria que se quiera, pero verdadera inteligencia, porque aprehenderían ya las cosas como realidades; serian verdaderos hombres rudimentarios, como veremos en seguida.

Sin embargo, esta unidad filética, específica, aloja dentro de ella una diversidad muy grande. Esta diversidad no se refiere en primera línea a diferentes tipos de vida, sino a diferencias estructurales psico-somáticas. Las vidas son de diferente tipo porque lo son las estructuras psico-somáticas que las hacen posibles, y que en este sentido las definen. El arcantropo y el paleantropo tienen diferentes tipos de vida porque sus estructuras son diferentes. Lo que llamamos «modos» diversos de vida, son diferencias que se inscriben dentro de un tipo de vida ya estructuralmente definido. Entre los diversos arcantropos y entre los diversos paleantropos, unos individuos podían llevar, y seguramente llevaron, distintos modos de vida, como sucede también entre los neantropos. Pero todos los diferentes modos de vida de los arcantropos son vidas de un mismo tipo, distinto del tipo de vida de los paleantropos. La diferencia primaria es, pues, una diferencia de «tipo» de vida que pende de la diferencia de las estructuras psico-somáticas mismas.

Esta diferencia estructural no es meramente individual. Es algo mucho más hondo: un pitecantropo y un neandertal difieren mucho más hondamente que dos neandertales entre sí. Es sobradamente claro. Pero tampoco se trata de esa diferencia cuasi-estructural que englobamos bajo los nombres de variedades y de razas. Porque estas diferencias, incluso las raciales, se dan siempre y sólo dentro de una definida unidad primaria ya constituida. Hay diversas razas de arcantropos (así, se considera hoy, por ejemplo, que pitecantropo y sinantropo son diferentes razas), de paleantropos (los diversos neandertales), de neantropos (así, dentro del paleolítico superior, la raza de Cromagnon, la de Grimaldi, etc.). En cambio, la diferencia en cuestión se refiere a una diferencia entre esas unidades primarias mismas, a esa diferencia según la cual hablamos de australopitécidos (si están hominizados), arcantropos, paleantropos o neantropos. Sólo dentro de cada una de estas unidades puede hablarse de razas y variedades. Y que esa diferencia entre unidades primarias exista, es cosa que salta a los ojos con sólo recorrer las características que en conjunto las distinguen. Sin embargo, a pesar de ser estructural, esta diferencia primaria no es específica, porque no se trata de diferencias de especie sino de diferencias en la especie. Inmediatamente volveré sobre este punto. He llamado «tipo», en este sentido preciso, a cada unidad estructural primaria. En cada tipo, la unidad de la especie es de cualidad distinta. Un pitecantropo y un neandertal o un cromagnon, no sólo son hombres distintos, sino que son hombres de distinta cualidad humana, por así decirlo; el quale de su humanidad es distinto. Y lo es tanto por lo que concierne a lo somático de de sus estructuras, como por lo referente a lo psíquico.

En primer lugar, cada uno de los tipos es cualitativamente distinto de los demás en orden a sus estructuras somáticas, Las diferencias de facies, de volumen craneal y de desarrollo cerebral, desde los australopitecos al homo sapiens son marcadamente cualitativas. El cerebro de un arcantropo no es del mismo tipo cualitativo que el de un neandertal. De esto no hay la menor duda. La morfología humana, como la de cualquier ser vivo, no está constituida por la mera presencia de caracteres, cada uno independiente de los demás, sino que la morfología es la expresión de una unidad correlativa de estos caracteres y previa a ellos. En su virtud, estas diferencias de caracteres no son accidentales: son diferencias sistemáticas y filéticas. Por esto, para los paleontólogos no ofrece la menor duda que homo sea un género que abarca varias especies de hombres: habilis, erectus, sapiens, etc. Son líneas sistemáticas y filéticas, dentro de un phylum único (genérico) del que proceden evolutivamente, a veces en forma arborescente y no rectilínea. Pero como el concepto taxonómico de especie es puramente sistemático y, por tanto, según es reconocido, algo indeciso y convencional, hay que completarlo con una consideración filética. Ahora bien, como esta unidad filética —cuando menos genérica— existe indudablemente en la humanidad (los polifiletistas son una exigua minoría), prefiero no prejuzgar aquí si las unidades o ramas sistemáticas son o no rigurosas especies. Por esta razón me limito a llamarlas «tipos» cualitativamente distintos, reservando la palabra «especie» para lo que los paleontólogos llaman género. En este sentido, digo, hay tipos de hombres que en su morfología somática son cualitativamente distintos.

Pero además, las diferencias de psiquismo de estos tipos humanos son también cualitativas. Por poco que los conozcamos, los vestigios de su cultura obligan a esta conclusión. No es que por azar a unos tipos humanos se les ocurra hacer o pensar cosas que a otros no se les ocurrieron, por ejemplo, enterrar a los muertos o ser agricultores a diferencia de meros cazadores. Porque el ámbito de las posibles ocurrencias está inscrito en una cualidad primaria y radical de su psiquismo; hay cosas que a determinados tipos humanos no se les podían ocurrir, dado que eran de determinada cualidad. No es, pues, cuestión de ocurrencias sino de cualidad de tipo mental. Y esto es verdad sobre todo tratándose de la inteligencia misma. No es sólo que unos tipos de hombres, por ejemplo, los neandertales, sean más inteligentes que otros tales como los arcantropos, No es cuestión de «más y menos», sino que unos tipos tienen una clase, digámoslo así, de inteligencia distinta a la de otros; Ja inteligencia del neandertal es cualitativamente «otra» que la del pitecantropo. Sólo dentro de cada tipo puede decirse que unos individuos son más o menos inteligentes que otros; habría seguramente unos neandertales más inteligentes que otros. Pero la diferencia radical es la cualitativa.

Estas diferencias cualitativas de psiquismo podrían interpretarse en el sentido de que la psique de los diferentes tipos humanos fuera «sustancialmente» distinta en cada uno de ellos. Pero no es necesario adentrarse en esta dimensión del problema, porque es más que suficiente el hecho innegable de que las estructuras somáticas determinan la forma cualitativa de la psique, la forma animae. Y como las estructuras somáticas son de distinta cualidad, lo son inexorablemente las psíquicas. La unidad de lo psíquico y de lo somático es, en efecto, a mi modo de ver, una unidad estructural essencial y además bilateral. Es una idea que repetidamente he expuesto. Psique y soma se codeterminan mutuamente no como potencia y acto, sino como dos realidades actuales; la unidad del hombre es una unidad esencial pero no sustancial. En su virtud, el sentido de esta codeterminación varía en el curso de la vida de cada hombre. En el plasma germinal son las estructuras somáticas, las estructuras germinales (es decir, los progenitores), las que determinan por completo el «primer» estado mental; y siguen determinando por algún tiempo los demás estados mentales. Esto sucede en cualquier individuo humano en cualquier nivel que se le tome. De esta manera es como se va configurando la forma animae. Es cierto que cuando llega el momento en que el curso psico-somático hace que entre en juego su dimensión propiamente intelectiva, es ésta la que determina, en buena medida, el curso y la funcionalidad de las estructuras somáticas. Pero como éstas son las que configuraron inicial y radicalmente la cualidad o forma de la psique, resulta que, aun en esta dimensión, la función intelectiva es ya de raíz cualitativamente distinta de unos tipos humanos a otros. Las estructuras somáticas no sólo permiten el uso de la inteligencia, sino que configuran cualitativamente este uso en todos los tipos humanos, inclusive en el nuestro.

De esta suerte, cada tipo humano tiene una unitaria estructura psico-somática cualitativamente distinta de la de los demás tipos. Entre estos tipos humanos cualitativamente distintos hay una verdadera y estricta evolución genética, una evolución psico-somática. La evolución genética de las estructuras, en efecto, determina por completo la cualidad de la psique, de la forma an¡mae. En su virtud, la transmisión genética de las estructuras determina una evolución de la forma o cualidad del psiquismo. Por tanto, hay, como digo, una evolución psico-somática estrictamente genética de los tipos humanos. La tipificación de la especie es producto de una estricta evolución psico-somática. Puesta en marcha la evolución, sería posible, como acabo de indicar, que la organización funcional, por ejemplo, la del cerebro, estuviera determinada en algún sentido por el uso de la inteligencia dentro de cada tipo. Así se ha dicho, e más de una vez, que el útil precede al cerebro y lo conforma, no el cerebro al útil. En tal caso, si estas organizaciones se transmitieran, el propio psiquismo habría sido uno de los factores de la evolución. Pero para que esto sucediera, la organización funcional adquirida por el uso de la inteligencia, habría de repercutir en las estructuras del plasma germinal, ha de ser transmisible. Sea de ello lo que fuere, la unidad estructural psico-somática empieza por ser rudimentaria en los australopitecos y en los arcantropos, y se va perfeccionando cualitativamente, típicamente, a lo largo de la evolución. La evolución humana es en primera línea una evolución de las cualidades típicas de la unidad psico-somática.

¿Cuál es el sentido, cuál es la dirección de esta evolución? ¿Se trata del paso de pre-hombres a hombres? No lo creo. Es innegable que todos sentimos una cierta resistencia a llamar hombres a todos esos tipos de «humanidad». Es que estamos habituados por una antiquísima tradición a definir al hombre como «animal racional», es decir, un animal dotado de la plenitud de pensamiento abstracto y de reflexión. Y en tal caso nos resistimos, con sobrado fundamento, a llamar hombres a tipos tales como el pitecantropo y más aún al australopiteco, aunque su industria denotara inteligencia. Pero si por un esfuerzo llamamos hombres a estos seres, propendemos a considerarlos como «racionales». Ambas tendencias brotan de una misma concepción: el hombre como animal racional. Ahora bien, pienso que esta concepción es insostenible. El hombre no es animal racional, sino animal inteligente, es decir, animal de realidades. Son dos cosas completamente distintas, porque la razón no es más que un tipo especial y especializado de inteligencia; y la inteligencia no consiste formalmente en la capacidad del pensamiento abstracto y de la plena reflexión consciente, sino simplemente en la capacidad de aprehender las cosas como realidades. Animal inteligente y animal racional son, pues, cosas distintas; éste es sólo un tipo de aquél. Y ello es verdad tanto si consideramos al individuo humano de nuestra época, como si consideramos su evolución paleontológica; en ambos aspectos y dimensiones, el animal inteligente no es forzosamente un animal racional. El niño, ya a las poquísimas semanas de nacer, hace innegablemente uso de su inteligencia; pero no tiene, sino hasta años más tarde, ese uso especial de la inteligencia que llamamos «uso de razón». El niño ya desde sus comienzos es animal inteligente, pero no animal racional. Pues bien, dentro de la línea evolutiva interior a la especie humana, el hombre ha sido desde sus orígenes en el cuartenario, un animal inteligente, ha hecho uso de su inteligencia. Incluso los australopitecos del villafranquiense, si tuvieron cultura creadora, serían rudimentarios pero verdaderos hombres. La falsa identificación del animal inteligente con el animal racional es el origen de muchas de las dudas sobre la hominización de los australopitecos, y de que muchos hablen tímidamente de que si tienen inteligencia, son sólo potencial o virtualmente lo que más tarde será el hombre. Pienso, por el contrario, que si poseyeran cultura creadora tendrían inteligencia, en el sentido que he expuesto, y entonces deberíamos resolvernos a llamarles no virtualmente sino formalmente hombres. Lo que sí es verdad es que serían virtualmente racionales. No hay por qué reservar el vocablo y el concepto de hombre tan sólo al animal racional. Todos estos tipos humanos, sólo lentamente, a lo largo de muchísimos milenios, han ido evolucionando progresivamente desde su nivel de animal inteligente al nivel de animal racional cuya plenitud es el homo sapiens.

¿Cuándo llegó a serlo? En el fondo, esta pregunta es absurda. Sería absurdo pretender precisar, con un calendario y un reloj en la mano, cuál es el preciso momento en que el niño adquiere uso de razón. Esta adquisición no es cuestión de «momentos», sino que es un «proceso» de maduración humana, variable además con los individuos. Como tal, está sometido a oscilaciones, indecisiones e incluso a regresiones, aunque sea por corto tiempo; la maduración no es ni puede ser un proceso rectilíneo. Pues bien, es igualmente quimérico pretender precisar cronológicamente el estadio, evolutivo en que «por vez primera» la humanidad se hace racional, sapiens. Es un proceso evolutivo de racionalización no-rectilíneo, que no está cumplido de una vez para todas en un solo tipo humano. Más aún, ni tan siquiera está uniformemente alcanzado; aparecen a veces formas, como esas «pre-sapiens» entre los neandertales que atestiguan la verdad de lo que estamos diciendo. Es que dentro de un mismo estadio, hay puntos (incluso geográficamente discernibles) que en la línea de la evolución ascendente, poseen mayor potencialidad evolutiva que otros, en los que sucede lo contrario, acabando los hombres por desaparecer en ellos. Por ser un proceso, sólo podemos decir que hay estadios evolutivos, como el del arcantropo, que con seguridad no son racionales, y que hay estadios, como el del hombre de Cromagnon, que son plenamente racionales, homo sapiens. Entre tanto, los hombres se van racionalizando.

 

 

Por consiguiente, el hombre es animal inteligente y no animal racional. En su virtud, no es forzoso pensar, ni remotamente, que el primer animal racional sea el primer hombre que ha habido en la escala evolutiva de la tierra, ni que el primer animal inteligente haya tenido que ser animal racional. Todos los tipos humanos anteriores al homo sapiens son no «pre-hombres» sino verdaderos hombres, pero no racionales sino «preracionales». Sólo los homínidos «pre-inteligentes» serían los auténticos pre-hombres. Los tipos hominizados anteriores al homo sapiens serían como esbozos progresivos, orientados evolutivamente a la constitución del homo sapiens, del animal racional. Es la evolución no de lo infrahumano a lo humano, sino la evolución humana de la inteligencia a la razón. El homo sapiens no constituye una excepción en la historia evolutiva de la humanidad, sino que hacia él va dirigida ésta.

Esto es verdad cualquiera que sea el detalle concreto de datos que la ciencia posea en un momento determinado. Forzosamente estos datos están en constante enriquecimiento y modificación. Pero con los conocimientos de que hoy disponemos, puede apoyarse nuestra afirmación. En efecto, a través de los cuatro grandes estadios evolutivos, cada uno de los cuales llena casi todos los continentes con formas y variedades de gran riqueza, puede discernirse grosso modo (con todas las inexactitudes de detalle que entran en ello) algo así como un eje o vector de propagación de la onda humana que va desde el mero animal inteligente al animal racional; un vector orientado según formas que tienen caracteres progresivamente convergentes al homo sapiens. Arranca del comienzo del cuaternario con el cráneo de Tchad (o con el homo habilis). Sigue, sobre poco más o menos, con el australopiteco de Java, el telantropo, el australopiteco de Palestina, el hombre de Mauer, el hombre de Marruecos, el hombre de Swanscombe, el de Steinheim, el de Montmaurin, el de Fontchévade, el de Kanjera y el de Florisbad. Cada uno de ellos, según estimación de la mayoría de los investigadores, sigue cronológicamente a los anteriores, y marca un paso más hacia la «sapienciación». Es la línea axial de racionalización progresiva desde el mero animal inteligente al homo sapiens.

En definitiva, una vez constituido el phylum específicamente humano, la humanidad entera se va constituyendo evolutivamente a través de diversos estadios típicamente cualificados, tanto en lo somático como en lo psíquico, a lo largo de los cuales va ascendiendo del nivel de animal inteligente al nivel de animal racional.

 

IV

Con lo dicho no se han agotado los problemas. Porque todo ello se refiere a la estructura evolutiva del phylum humano ya constituido; es lo que podría llamarse «problema de la tipificación. de la especie humana. Pero este phylum está inserto en un phylum animal no humano, en el phylum de los primates antropomorfos. Es en él donde se bifurca la línea zoológica en dos phyla: el phylum de los póngidos y el de los homínidos. Repetidas veces he indicado que el modo de proliferación de éstos y el punto exacto de hominización no son suficientemente conocidos. Pero esto es asunto de ciencia positiva; no afecta directamente a nuestro problema. Lo decisivo para nuestro problema es que, sea en un punto sea en otro, hay una rama evolutiva, la de los homínidos prehumanos que ha ido extinguiéndose, y otra, la de los homínidos humanizados, divergente de la anterior. Y en este punto de divergencia, hállese situado donde fuere en la línea filética, surge ante nuestra consideración el problema de en qué consiste la constitución misma del phylum humano dentro de los homínidos. Es el «problema de la hominización», un problema anterior al de la tipificación de que nos hemos ocupado hasta ahora.

¿Es la hominización evolución? La respuesta a esta pregunta pende de un concepto preciso de evolución. La evolución, en efecto, no puede confundirse con los mecanismos causales de la evolución, ni en el orden somático, ni en el psíquico. Evolución y mecanismo evolutivo son dos cosas perfectamente distintas.

Evolución es formalmente un proceso genético en el cual se van produciendo formas específicamente nuevas desde otras anteriores en función intrínseca y determinante de la transformación de éstas. Pero hay que entender correctamente estas expresiones Ante todo, la evolución es producción genética de formas específicamente nuevas; toda evolución es innovación no sólo morfológica, sino también psíquica. Esto no significa que la innovación sea forzosamente progresiva; todo lo contrario. Puede ser, y es en la inmensa mayoría de los casos, una vía muerta de escasa potencia evolutiva (sea por tratarse de una especialización o por otras razones). Esta nueva forma procede de otra. o de otras (polifiletismo) anteriores muy precisamente determinadas; las aves, por ejemplo, no pueden proceder sino de los reptiles, y no directamente de los equinodermos. Y esto, tanto por lo que concierne a las estructuras morfológicas como a las psíquicas; el psiquismo de cada especie animal florece del psiquismo de una especie anterior precisamente determinada y sólo de ella. En este proceso genético el antepasado no sólo está precisamente determinado, sino que la nueva forma procede genética y determinadamente desde aquél en función intrínseca de él. Si así no fuera, lo que tendríamos es una serie causal sistemática, pero esta serie, este sistema,. no seria evolutivo. La función concreta de la forma específica de los antepasados consiste en que determinan intrínsecamente, por transformación de algunos momentos estructurales suyos, la estructura de la nueva especie, de suerte que ésta conserva transformadamente esas mismas estructuras básicas. Sólo entonces tenemos estricta evolución. Y este momento de determinación por transformación, concierne tanto a lo morfológico como a lo psíquico. En el seno de la nueva estructura morfológica florece un psiquismo que conserva transformados los momentos básicos del psiquismo de la especie anterior. La nueva especie tiene, por ejemplo, muchos instintos de la anterior; ha. perdido algunos; pero tanto esta pérdida como aquella conservación son una transformación dentro de la línea del nuevo psiquismo, etc. Tomados a una estos diversos aspectos es como decimos que la evolución es un proceso genético en el cual se van produciendo formas psicosomáticas específicamente nuevas desde otras anteriores y en función intrínseca transformante y determinante de éstas.

Pues bien, en este sentido formal y preciso, la hominización es evolución de los homínidos prehumanos al homínido hominizado; es un proceso genético en que éste procede y no puede proceder sino determinadamente de aquel prehumano; este proceso está determinado por una transformación de las estructuras morfológicas básicas prehumanas. Y en esta nueva estructura transformada y sólo en ella y desde ella, florece un psiquismo que no hubiera podido florecer del psiquismo de un equinodermo o de un ave. Este psiquismo conserva como un momento transformado suyo, los caracteres básicos del psiquismo del homínido antecesor inmediato suyo. Por ejemplo, todo el instinto prehumano se halla transformado, por elevación, en el hombre, El hombre tiene, por un lado, muchos menos instintos que los del homínido prehumano (es, en este y en otros muchos sentidos, incluso somáticos, el animal más inerme); y aun los que ha conservado, están transformados, en el sentido (le ser menos «mecánicos», por así decirlo, y abiertos a tendencias superiores. Pero esta transformación, sea por eliminación de lo inútil, sea por reconformación de lo conservado, es siempre una verdadera transformación; y así transformado, el ámbito instintivo del prehomínido es un momento estructural del psiquismo humano. Lo propio debe decirse de la fabricación de útiles; el hombre comienza fabricando los mismos útiles que el homínido prehumano, incluso seguramente ha aprendido de él su fabrica. ción; conserva esta fabrilidad animal pero transformada en la línea de un progreso creador. La propia inteligencia florece intrínsecamente desde estas estructuras, y ese florecimiento está determinado por la transformación de ellas; sólo a base del psiquismo de un homínido prehumano es posible y real la inteligencia; de un ave no hubiera podido florecer una inteligencia humana. Llamando «psique intelectiva» a la totalidad del psiquismo humano, a diferencia de la psique no-intelectiva animal, hay que afirmar que la psique intelectiva florece intrínsecamente desde las estructuras psico-somáticas de un homínido prehumano y en función determinante y transformante de éstas, de suerte que la nueva especie, la especie humana, incluye como momento esencial suyo la conservación transformada de las estructuras morfológicas y psíquicas de aquel homínido. El hombre entero, pues, es psicosomáticamente un brote evolutivo: surge evolutivamente de un homínido prehumano.

Pero esta evolución deja siempre en pie la otra cuestión: la cuestión del mecanismo causal de la evolución. La evolución es, desde este otro punto de vista, la expresión del mecanismo causal evolutivo. Es un problema sumamente complejo en el que existen discrepancias hondas tanto por lo que se refiere a las de la evolución como por lo referente a su modo de actuación (sea insensible, sea brusca). Así, por ejemplo, es innegable la influencia del medio que lleva o a la adaptación o a la desaparición de la especie. Hay otros factores: el modo de vida, el aislamiento ecológico, la competición o lucha, la selección, las mutaciones génicas de los cromosomas, que producen a veces procesos de neotenia, etc. Tratándose del medio, y de las mutaciones génicas, la causa de la evolución es física. En el caso de otros factores, tales como el modo de vida, la competición, etc., las causas evolutivas son por lo menos parcialmente psíquicas: el modo de vida, la competición, etc., envuelven innegablemente dimensiones psíquicas, y en este sentido el propio psiquismo es causa de evolución. Pero tanto las causas meramente físicas como las psíquicas, han de repercutir físicamente sobre las estructuras germinales, sobre el plasma germinal, si el cambio que aquellas causas producen ha de ser estable. Una especie no es sólo un individuo vivo, sino un individuo que engendra otros de la misma estructura; es decir, los cambios han de ser hereditariamente transmisibles. Por tanto, esos cambios han de producirse físicamente en las estructuras del plasma germinal. Ante todo en los genes: es en ellos donde se encierra el «código genético» de un ser vivo. Es posible que además hayan de influir en otros momentos estructurales del plasma germinal. Para no prejuzgar nada acerca de esta cuestión meramente científica, llamemos a todos estos cambios del plasma germinal cambios germinales. En general, estos cambios son letales. Pero si no lo son, y si hay un medio adecuado para el nuevo ser vivo, tendremos la constitución de una nueva forma específica, tanto en lo morfológico como en lo psíquico, pues de las estructuras morfológicas surge el psiquismo propio de la nueva especie. Esto explica por qué la nueva especie conserva transformadamente las estructuras psíquicas de la especie anterior.

En el caso de los animales, la transformación determina la morfología y el psiquismo de la nueva especie, y los determina produciéndolos por sí misma; determinación es aquí, causación efectora. Pero no es este el único tipo de causalidad evolutiva, porque toda causación efectora es determinación transformante, pero no toda determinación transformante es forzosamente acción efectora. En el origen del phylum humano interviene, desde luego, una transformación efectora; la morfología del primer homínido humanizado (australopiteco o arcantropo) no sólo está determinada por transformación de las estructuras germinales, sino que está producida efectoramente. por ellas. Pero no es así tratándose del psiquismo humano. El psiquismo humano está determinado en su origen evolutivo por las transformaciones germinales, pero no está producido sólo por ellas. Aquí la determinación causal no es efección. La mera sensibilidad no puede producir por sí misma una inteligencia: entre ambas existe una diferencia no gradual sino esencial. Por mucho que se compliquen los meros estímulos y su forma de aprehensión, jamás llegarán a constituir realidades estimulantes y aprehensión intelectiva. En este punto, la aparición de una psique intelectiva es no sólo gradual, sino esencialmente, algo nuevo. En este sentido, pero sólo en éste, decimos que la aparición de una psique intelectiva es una innovación absoluta. Esto no significa una discontinuidad entre la vida de tipo animal prehumano y la vida de tipo humano de un homínido hominizado. Tampoco significa una discontinuidad estructural psíquica. La psique intelectiva conserva como momento esencial suyo la dimensión sensitiva transformada del homínido prehumano. Pero la psique humana envuelve otro momento intrínsecamente fundado en el sensitivo, pero que transciende de éste; es el momento que llamamos intelectivo. Por él no hay discontinuidad sino transcendencia; si se quiere, una continuidad en la línea de la transcendencia creadora. Y como la psique no es una adición de sensibilidad e inteligencia, sino que es una psique intrínsecamente una, resulta que la psique humana en su integridad, la psique del primer homínido hominizado, es esencialmente distinta de la psique animal del homínido antecesor del hombre. Como tal, está determinada por la transformación, (por los cambios germinales) del mero homínido en hombre, pero no está efectuada por dicha transformación. Por tanto, no puede ser sino efecto de la causa primera, al igual que lo fue en su hora, la aparición de la materia: es efecto de una creación ex nihilo.

Pero es necesario entender esta afirmación a una con lo que hemos dicho anteriormente; es decir, ha de ser una creación determinada por la transformación de las estructuras germinales. Esto es tan esencial como el que sea ex nihilo. Se propende demasiado frecuentemente a imaginar esta creación literalmente, como una irrupción externa de la causa primera, de Dios, en la serie animal. La psique intelectiva sería una insuflación externa de un espíritu en el animal, el cual por esta adición quedaría convertido en hombre. En nuestro caso, esto es un ingenuo antropomorfismo: La creación de una psique intelectiva ex nihilo no es una adición externa a las estructuras somáticas, porque ni es mera adición ni es externa. Y precisamente por esto es por lo que a pesar de esta creación o, mejor dicho, a causa de esta creación, hay ese florecimiento genético del hombre, determinado desde las estructuras y en función intrínseca de su transformación, que llamamos evolución. La creación no es una interrupción de la evolución sino todo lo contrario, es un momento, un «mecanismo» causal intrínseco a ella. Como esto mismo acontece en la generación de todo individuo humano en cualquier nivel, no será desviarnos de la cuestión atender a esta generación y transponer luego estas consideraciones al proceso filogenético.

1) Decía, pues, que la creación ex nihilo de una psique intelectiva no es formalmente una mera adición. El individuo humano está ya integralmente constituido en la célula germinal; todo lo que vaya a ser su humana sustantividad individual está ya en su célula germinal: las estructuras germinales somáticas y su psique intelectiva. Atendiendo a las primeras, podría pensarse, a primera vista, que la psique intelectiva es una mera adición a dichas estructuras, porque éstas son puramente bioquímicas y por tanto nada tienen que ver con la psique intelectiva; serían a lo sumo materiales dispuestos para recibirla en el acto creador. Pero pienso que es falso que las estructuras bioquímicas sean mera causa dispositiva. Son algo más profundo. Porque en el decurso genético de esa célula llega un momento postnatal, en que esas mismas estructuras bioquímicas, ya pluricelulares y funcionalmente organizadas, exigirán para su propia viabilidad, el uso de la inteligencia, es decir, la actuación de la psique intelectiva. Ahora bien, este carácter exigitivo está germinalmente prefigurado en la célula germinal. Ciertamente, en esta fase no hay exigencia actual ninguna de psique intelectiva; pero hay una estructura bioquímica que en su hora llevará a esta exigencia. Por consiguiente, la propia estructura bioquímica de la célula germinal no es actualmente, pero sí virtualmente, exigitiva de una psique intelectiva; es una exigencia virtual, formalmente incluida en las potencialidades de desarrollo de las estructuras bioquímicas, es decir, es una exigencia virtual pero real. En consecuencia, la estructura bioquímica de una célula germinal no es mera causa dispositiva, sino algo más hondo: es una causa exigitiva de la psique humana. Esta psique no es sólo una psique de este cuerpo, sino que es una psique que por estar exigida por este cuerpo ha de tener como momento esencial suyo el tipo de psiquismo sensitivo que este cuerpo determina por sí mismo. A su vez, la psique intelectiva es desde sí misma exigitiva de un cuerpo; y no de un cuerpo cualquiera, sino precisamente de este cuerpo con este tipo de estructura, y por tanto con este determinado tipo de psiquismo animal. Esta exigencia no es una mera adición a la psique intelectiva, sino un momento esencial de ella. La inteligencia, por ejemplo, no sólo se halla vertida desde sí misma a la sensibilidad, sino a este preciso tipo de sensibilidad determinado por las estructuras somáticas. La psique intelectiva no es puro «espíritu» sino «alma»; por esto es por lo que se halla determinada por el cuerpo. Este momento exigencial es numéricamente idéntico en el alma y en el cuerpo; y en esta numérica identidad exigencial consiste la unidad esencial de la sustantividad humana. De ahí que la creación de una psique intelectiva en una célula germinal no sea mera adición sino cumplimiento de exigencia biológica. Este cumplimiento es ciertamente creador; ya hemos dicho por qué. Pero creadoramente es cumplimiento de una exigencia biológica de la célula germinal. Todo lo contrario de aquella irrupción de que hablábamos al principio.

Y esto es lo que sucede en la hominización del primer homínido infra- o pre-humano anterior al hombre. Los cambios germinales de este inmediato predecesor del hombre son causas biológicas exigitivas de la creación de una psique intelectiva, de la hominización. Y como estas estructuras están, según hemos visto, cualificadas somáticamente, resulta que cualifican eo ipso la psique creada por exigencia de ellas. La psique del primer homínido humanizado ha de ser de un psiquismo sensitivo muy precisamente determinado, a saber, el psiquismo transformado del homínido infra- o pre-humano. No puede haber una psique humana de un equinodermo o de un ave transformados; sólo puede haberla de un homínido transformado. Porque es este psiquismo y no otro el que exige una psique intelectiva. Es que una especie no es sólo un organismo vivo, sino un organismo vivo tal que pueda subsistir vital y genéticamente de modo estable. Ahora bien, el equinodermo está en estas condiciones, no así el homínido transformado si no tuviera psique intelectiva. Expliquémonos.

Es cierto que los equinodermos tienen una inmensa potencialidad evolutiva de carácter progresivo: son el origen de los vertebrados. Pero no todas las líneas evolutivas de estos últimos son verdaderamente progresivas. Hay ramas colaterales, como la de las aves, que poseen ya escasa potencialidad evolutiva y que no progresan porque, por ser evolución especializadora, constituyen una vía muerta; su psiquismo, como su morfología, es por esto cerrado y estable; no tiene sentido hablar entonces de una psique intelectiva porque no formaría parte de la vida del ave. Otras ramas, de vertebrados son, en cambio, de gran potencialidad evolutiva y por tanto de más rico psiquismo: son los mamíferos. Dentro de ellos hay también muchas ramas colaterales; el progreso sólo continúa en la rama, {169} digamos, central. Pero este progreso está evolutivamente escalonado. Cada estadio es más rico morfológica y psíquicamente. Sin embargo, aunque lleno de porvenir, cada estadio, tomado en sí mismo, es un sistema cerrado y estable por sí mismo; de ahí que su psiquismo no es sino mera transformación del psiquismo sensitivo del estadio anterior; no exige psique intelectiva. Sólo llegado evolutivamente al estadio de homínido se ha alcanzado un punto tal que su transformación ulterior ya no constituye un sistema estable por sí mismo. Es en este punto, y sólo en éste, donde la potencialidad evolutiva del equinodermo se hace exigitiva de una psique distinta para la propia estabilidad biológica. Porque una especie que tuviera las estructuras somáticas transformadas que posee el homínido hominizado, y no poseyera psique intelectiva, no hubiera podido subsistir biológicamente con plena estabilidad genética; se habría extinguido rápidamente sobre la tierra. El equinodermo, en su estadio de mero equinodermo, no exige psique intelectiva, pero tiene gran potencialidad para llegar a exigirla; sólo la podrá exigir de hecho, cuando haya alcanzado el estadio de homínido transformado. Aquella potencialidad ha ido elaborando evolutivamente el psiquismo sensitivo del homínido; este psiquismo es obra de la evolución, Sólo cuando se transforma el homínido es cuando este psiquismo sensitivo, transformadamente conservado, exige un psiquismo intelectivo. Y precisamente porque el psiquismo sensitivo del homínido transformado se ha ido elaborando evolutivamente, es por lo que en ninguno de los estadios anteriores hay aún exigencia de psique intelectiva ni hay razón para que ésta pueda surgir. La hominización es, pues, una exigencia biológica; recíprocamente, sólo un homínido puede y tiene que ser hominizado si ha de subsistir específicamente. Su psiquismo sensitivo es producto de una evolución que arranca, por lo menos, del psiquismo del equinodermo, pero que sólo en el homínido transformado se hace actualmente exigitiva de un psiquismo intelectivo.

Esto nos permite dar un contenido concreto, desde el punto de vista genético-evolutivo, a la definición del hombre. Al decir que el hombre es el animal inteligente hay que llenar estos dos términos de un contenido preciso. Pues bien, a mi modo de ver, inteligencia es capacidad de aprehender las cosas como realidades, como cosas que son algo «de suyo»; y esta realidad la aprehende el hombre intelectivamente sintiéndola; la inteligencia humana es constitutivamente sentiente, siente la realidad, y la siente al modo como el homínido siente sus estímulos: por  impresión. Por otra parte, lo animal del animal inteligente, del animal que intelige sentientemente, no es una animalidad cualquiera sino una animalidad muy precisa y formal: la animalidad morfológica y psico-sensitiva transformada del homínido inmediatamente anterior al hombre. El hombre es, entonces, el homínido de realidades, es el homínido que siente la realidad. Su animalidad está determinada por la transformación de las estructuras germinales del antecesor del hombre. Esta transformación causal es efectora por lo que concierne a la morfología y al momento sensitivo del psiquismo, pero no es efectora sino exigencial por lo que concierne al momento intelectivo. Esta psique es intrínsecamente una; pero tiene un momento sensitivo, el del homínido transformado, y un momento intelectivo por el que, apoyado en el sensitivo y recibiendo intrínsecamente de él su configuración mental, transciende de él. De ahí que el australopiteco (si está hominizado) o el arcantropo sean el cumplimiento exigido por la evolución filética de los homínidos. Por tanto, a causa de la acción creadora, por la creación misma, es por lo que hay evolución ya en esta primera dimensión. Pero esta dimensión no es la única. Porque la creación de una psique intelectiva, por muy ex nihilo que sea, y lo es, no sólo no es mera adición, sino que tampoco es creación extrínseca. El cumplimiento exigencial es, por el contrario, un cumplimiento exigencial intrínsico. Es el segundo punto que hay que esclarecer.

2) Con lo dicho, en efecto, la psique intelectiva estaría creada en función determinante de las estructuras que la exigen; el resultado sería sólo una psique que está en las estructuras. Pero la realidad es más profunda que sólo esto: la psique está creada desde las estructuras biológicas, brota desde el fondo de la vida misma, porque la causalidad exigitiva de las estructuras somáticas es una exigencia intrínseca. Por esto, la acción creadora no sólo no es meramente aditiva, sino que tampoco es extrínseca; no es mero cumplimiento sino eflorescencia intrínseca. Es una acción que actúa intrínsecamente (ab intrinseco) desde la entidad misma de las estructuras somáticas; es una natura naturans, una naturaleza naturante. No es una acción yuxtapuesta a la de la naturaleza, sino que es lo que hace que florezca «naturalmente» una psique desde dentro de las estructuras somáticas en el acto generacional, y brote vitalmente desde ellas. De esta suerte, quien no hiciera sino contemplar el efecto terminal, la natura naturata, la naturaleza tal como surge ante nuestros ojos, vería la psique brotando intrínseca y vitalmente desde el seno de las estructuras somáticas mismas. No es una ilusión {171} sino una realidad. Es justo el punto de vista del científico. Y es, además, todo lo que la ciencia reclama y puede reclamar: ver cómo desde determinadas estructuras florece un psiquismo determinado intrínsecamente por ellas. Repitámoslo con precisión. La psique no se transmite de padres a hijos. La psique no está producida por los progenitores. Pero la psique florece vitalmente en el acto generacional desde dentro de la transmisión y constitución exigitiva de las estructuras somáticas, y queda determinada por completo en su primer estado por ellas; aunque la psique no se transmita, su primer estado está formalmente determinado por los progenitores, porque se transmiten sus estructuras somáticas y son éstas las que determinan el primer estado mental. Esta eflorescencia procede en su última raíz de una acción creadora, pero intrínseca a la acción genética de los progenitores. Los progenitores hacen que tenga que haber acción creadora intrínseca; son ellos quienes, por su acto, determinan vital e intrínsecamente la acción creadora. Esta acción creadora forma unidad radical con la acción vital de los progenitores y hace que ésta sea intrínsecamente una sola acción generadora integral psico-somática. Por ello, si se toma la generación como florecimiento determinado intrínsecamente por y desde los progenitores, entonces es rigurosa verdad que el hombre en su unidad psico-somática, es decir, en cuerpo y alma, es un brote genético. En ningún orden puede identificarse generación con efección.

Esto sucede en todo individuo humano, y por tanto en los individuos hominizados desde antepasados infrahumanos. En el cambio germinal, que produce la hominización de las estructuras somáticas, florece intrínsecamente, surge «naturalmente» desde ellas, por una acción creadora intrínseca, una psique intelectiva. El australopiteco o el arcantropo florecen intrínseca genéticamente desde el homínido infrahumano. Si contempláramos desde dentro la formación del primer homínido hominizado, veríamos florecer intrínsecamente su psique y su psiquismo desde las estructuras transformadas de su antepasado prehomínido. Es lo que hace, o cuando menos lo que muy justificadamente intenta hacer, el científico. Como decía antes, no es una ilusión sino una realidad. Y por esto, este psiquismo conserva transformado el psiquismo del homínido anterior. Hay, pues, un florecimiento psico-somático con una psique intelectiva. Con ello queda constituido un nuevo pbylum, el phylum de los homines. Por esto si se llama evolución, como debe llamarse, al proceso vital en el que genéticamente se van constituyendo nuevas formas específicas desde otras anteriores por una transformación que las determina intrínsecamente, entonces hay que afirmar que la hominización es evolución. La transformación determina la aparición del primer homínido hominizado. Pero por lo que concierne a la psique esta determinación no es efección sino exigencia intrínseca. La acción creadora, en nuestro caso, no es sino un mecanismo evolutivo; es un factor integrado a la transformación germinal; es el cumplimiento intrínseco ole la exigencia de ésta. Por esto, la acción creadora no sólo no interrumpe el curso de la evolución, sino que es el mecanismo que termina de llevarla a cabo. Porque, como decía antes, una especie que tuviera las estructuras somáticas transformadas que posee el homínido hominizado y no poseyera psique intelectiva, no hubiera podido subsistir biológicamente; se habría extinguido rápidamente sobre la tierra.

Resumamos. La evolución es un hecho establecido razonablemente por la ciencia. Y admitir la evolución no significa conceder, por un lado, el hecho de la transformación de las estructuras somáticas y mantener, por otro, a la psique como algo que quedara inafectado por la evolución. No; la evolución afecta a la psique. Le afecta, ante todo, en su «tipificación»; la humanidad se va constituyendo evolutivamente a través de diversos estadios cualitativamente diferentes no sólo en su morfología sino también en su psiquismo. Y la evolución afecta también a la psique en la primera «hominización». La psique humana sólo puede florecer de muy precisas estructuras morfológicas, las logradas por transformación del plasma germinal del homínido no hominizado. Más aún, la psique humana no puede ser humana más que incluyendo como momento esencial suyo el psiquismo animal, pero no un psiquismo animal cualquiera, sino precisa y constitutivamente el psiquismo transformado del homínido inmediato antecesor suyo. Y esta unidad psico-somática se halla determinada intrínsecamente por y desde la transformación de las estructuras. Correlativamente, la evolución necesita integrar a ella la aparición de una psique intelectiva que es esencialmente irreductible a la pura sensibilidad. Si la evolución es de competencia de la ciencia, la índole de la inteligencia es de competencia de la filosofía. Al recurrir ésta a la causa creadora, lo hace integrando la creación de la psique al mecanismo evolutivo. La transformación germinal determina la morfología de un modo efector, pero determina la psique intelectiva de un modo exigencial intrínseco. En su virtud, la hominización y tipificación de la humanidad no es «evolución creadora» sino «creación evolvente». Desde el punto de vista de la causa primera, de Dios, su voluntad creadora de una psique intelectiva es voluntad de evolución genética.