CUENTOS ZEN 6
El calor del verano era sofocante y el sudor corría por la frente del samurai. En el engawa del dojo unas pequeñas campanillas furin pendían de la entrada. Ni siquiera una ligera brisa les arrancaba el mas mínimo sonido.
El hombre descalzó sus zoris y subió al entarimado de madera de la entrada, saludo con una reverencia al primogénito del maestro de kenjutsu a cuya lección del día pretendía asistir.
La fama de este maestro era conocida en varias provincias aunque se decía que la edad y la enfermedad estaban minando lentamente la salud del anciano. Pronto su hijo heredaría la escuela y enseñaría en su lugar.
El samurai, afiliado a un clan y experto también en el manejo de la katana y en las técnicas de combate de su propio ryu, tenia permiso expreso de su señor para recorrer el país como lo hacían otros muchos samurais y ronin en estos tiempos de relativa paz después que los Tokugawa asumieran la dirección del país.
Los alumnos se sentaban en seiza, alineados a lo largo de la pared, en actitud concentrada y respetuosa, esperando la entrada del maestro. El samurai fue conducido por el primogénito hasta el lugar de honor y ambos tomaron asiento, plegando con cuidado sus hakamas. Casi enseguida sus semblantes se volvieron inexpresivos, mirando al frente y entrando en un estado de meditación y recogimiento.
En el silencio del lugar se oía como un trueno, por encima del lejano rumor de las semi eternamente presentes en el verano, el zumbido de un moscardón que vagaba de un lado a otro, posándose donde se le antojaba.
Un instante después el anciano maestro hizo su entrada deslizando muy suavemente sus pies sobre la pulida madera. Después de los saludos rituales, su figura erguida en el centro de la sala era la imagen perfecta del guerrero a punto de comenzar un combate, ese estado de calma, de vacío, de presencia en el instante y a la vez distancia y desapego, característico de los practicantes formados en la Vía.
El maestro desenvaino su katana y en un solo movimiento, continuo, sin interrupciones ni cambios de ritmo perceptibles, trazo dos tajos perfectos en el aire que habrían sido suficientes para terminar con la vida de un enemigo imaginario. La kata continuo.
El silbido producido por la hoja de la espada, similar al de un junco agitado en el aire, pero infinitamente mortal en su sencillez. El tenue deslizar de los pies. el ruido seco de las ropas. Eran los únicos sonidos que se escuchaban. Pero no, también estaba el del dichoso moscardón que había tomado obcecado interés en el maestro y estaba posándose en una de sus manos, justo en uno de los momentos de mayor tensión interior...
El maestro, impasible, continuo la kata, aparentemente ajeno a la tozudez del insecto. Pero al finalizar uno de los giros, cambio el movimiento y lanzo un tajo hacia la pequeña figura negra que escapo milagrosamente.
El samurai tomo nota del hecho, la hoja había pasado muy cerca pero si la intención era lucirse cortando en el aire al moscardón, el maestro había fallado en su intento.
Cuando al fin el maestro desapareció por una puerta situada al final de la sala, los alumnos levantaron sus frentes del suelo y salieron en silencio, preparándose para una sesión de entrenamiento.
El samurai se acerco al hijo del maestro y comento en voz baja:
- Es una lastima que el maestro se haga anciano y pierda el pulso que le ha hecho legendario en todo Japón.
- ¿Por que lo dices? - contesto el primogénito.
- Porque al lanzar ese tajo al moscardón no ha conseguido alcanzarle, quizás por milímetros, pero se le ha escapado.
El otro hombre sonrió.
- Cierto, ha escapado vivo. Pero no te equivoques... ya no podrá tener descendencia....
Un samurai, feroz guerrero,
pescaba apacilemente a la orilla de un río. Pescó un pez y se disponía a
cocinarlo cuando el gato, oculto bajo una mata, dio un salto y le robó su
presa. Al darse cuenta, el samurai se enfureció, sacó su sable y de un golpe
partió el gato en dos. Este guerrero era un budista ferviente y el
remordimiento de haber matado a un ser vivo no le dejaba luego vivir en paz.
Al entrar
en casa, el susurro del viento en los árboles murmuraba miau.
Las
personas con la que se cruzaba parecían decirle miau.
La mirada
de los niños reflejaba maullidos.
Cuando se
acercaba, sus amigos maullaban sin cesar.
Todos
los lugares y las circunstancias proferían miaus
lacinantes.
De noche
no soñaba más que miaus.
De día,
cada sonido, pensamiento o acto de su vida se transformaba en miau.
El mismo
se había convertido en un maullido...
Su estado no
hacía más que empeorar. La obsesión le perseguía, le torturaba sin tregua ni
descanso. No pudiendo acabar con los maullidos, fue al temploa pedir consejo a
un viejo maestro Zen.
-Por
favor, te lo suplico, ayúdame, libérame.
El Maestro
le respondió:
-Eres un
guerrero, ¿cómo has podido caer tan bajo? Si no puedes vencer por ti mismo los
miaus, mereces la muerte. No tienes
otra solución que hacerte el haraquiri. Aquí y ahora. -Y añadió-: Sin
embargo, soy monje y tengo piedad de ti. Cuando comiences a abrirte el vientre,
te cortaré la cabeza con mi sable para abreviar tus sufrimientos.
El samurai
accedió y, a pesar de su miedo a la muerte, se preparó para la ceremonia.
Cuando todo estuvo dispuesto, se sentó sobre sus rodillas, tomó su puñal con
ambas manos y lo orientó hacia el vientre. Detrás de él, de pie, el Maestro
blandía su sable.
-Ha
llegado el momento -le dijo-, empieza.
Lentamente,
el samurai apoyó la punta del cuchillo sobre su abdomen. Entonces, el maestro
le preguntó:
-¿Oyes
ahora los maullidos?
-Oh, no,
¡Ahora no!
-Entonces,
si han desaparecido, no es necesario que mueras.
En realidad, todos somos muy parecidos a ese samurai. Ansiosos y atormentados, miedosos y quejicas, la menor cosa nos espanta. Los problemas que nos preocupan no tienen la importancia que les otorgamos. Son parecidos al miau de la historia.
Ante la muerte, ¿qué cosa hay que importe?